jueves, 26 de abril de 2012

Edipo Rey



Edipo rey   
María Rosa Lida
 

 

Una ingenua nota antigua observa que el título de rey agregado al nombre del Edipo se debe a que esta tragedia descuella sobre toda la poesía de Sófocles. Aristides, Discurso 46, clama a Zeus y a los dioses al recordar que esta tragedia no obtuvo de los atenienses el primer premio. Aristóteles la cita muchas veces en la Poética como su ideal realizado
; “Longino” como la sola obra que a ojos de un hombre sensato compensa sobradamente toda una producción irreprochable y mediana. Nada digamos de la admiración que ha despertado su lectura: su éxito en la escena moderna, desde la inauguración del Teatro de Palladio en Vicenza (I585) hasta la ópera oratorio según texto de Jean Cocteau y música de Stravinsky, hasta las representaciones de Alexander Moissi y Max Reinhardt es un hecho único. Así, pues, su excelencia, reconocida por los que históricamente estaban más cerca de su obra y confirmada por su vitalidad escénica, la imponen como la obra más significativa de Sófocles, el poeta de la tragedia clásica, que lleva en ella al mayor grado su ideal artístico de humanidad esencial, de franqueza realista, de universalismo típico, expresado en densa y selecta economía formal.

1.     Edipo rey  es la tragedia del hombre como criatura social, nota que para los antiguos integraba la esencia de su definición aun mucho más que para el mundo moderno, individualista. Las normas de la asociación humana que Edipo viola son tan elementales que, como si se tratase de una invariable realidad física, el hombre de todos los tiempos y civilizaciones actúa ante ellas con la misma reacción. Pero convenciones son, y no realidad física, y Sófocles subraya su naturaleza totalmente humana y arbitraria insistiendo en que Edipo ha matado a su padre y se ha unido a su madre sin saber la relación en que estaba con los dos. No son los hechos en sí los que se juzgan; es la relación entre sus actos, prohibida por la sociedad, lo que dicta contra ellos la terrible sanción que destruye a Edipo. Lo que determina la catástrofe de Edipo no son —en términos estoicos—las cosas, sino las relaciones de las cosas. Esas relaciones, esas puras convenciones creadas por el hombre, no por arbitrarias son menos reales, menos ineluctables y agobiadoras que las realidades naturales anteriores al hombre, y por eso Sófocles las acata, como acata, valientemente todo lo real. El crimen de Edipo, se ha dicho muchas veces y con razón, moralmente es tan poco delictuoso y socialmente es tan imperdonable como la llaga hedionda de Filoctetes.

2.     Esto conduce a su realismo o franqueza de poeta clásico, en ninguna parte más evidente que en el osado tema de este drama. Sófocles, que ha puesto en escena a Filoctetes prorrumpiendo en ayes animales de dolor, no vacila en presentar la máxima culpa social de Edipo, y no como resultado de la maldición que pesa sobre su estirpe, sino ante todo de las acciones que ha cometido a ciegas. Muchos mitos de amor incestuoso ha presentado en el teatro la tragedia griega. Aristófanes reprocha a Eurípides “llevar al arte bodas impías” (Las ranas, v. 85o) y los anotadores recuerdan, además de Hipólito, las tragedias perdidas sobre Pasífae, Aéropa, Cánace, Estenebea. Es claro que Eurípides no trata esos mitos con la perversidad literaria de la poesía alejandrina, sino más bien como conflicto  entre el orden social y la fuerza irracional del amor, pero el fuerte carácter erótico del asunto elegido y la penetrante simpatía con que lo dramatiza (testigo la noble Fedra) explican el reproche de Aristófanes. Nada de común tiene este tipo de tragedia euripidea con el Edipo: Sófocles ha apartado cuidadosamente toda insinuación erótica entre Edipo y Yocasta y, además, el tabú que Edipo viola es mucho más primitivo y extendido, por consiguiente más repulsivo, que el de Fedra o Estenebea. Por otra parte, como siempre, Sófocles llega mucho más hondo en su rastreo: Edipo ha cometido la máxima culpa social, que ya parece violación de un hecho natural y no de una convención; pero por momentos el poeta insinúa cómo la máxima culpa está en la raíz de la relación normal. Así por ejemplo en la escena entre Edipo y Yocasta (v. 698 y sigs.), absolutamente única en lo que conocemos de la tragedia griega. Marido y mujer se presentan en la tragedia en conflicto (Clitemestra – Agamenón, Medea – Jasón) o en amor (Helena – Menelao, Alcestis – Admeto), pero siempre en un ambiente claramente sentimental. Sófocles, realista, presenta una relación nada erótica. Yocasta aparece para poner paz entre el hermano y el marido, a quienes separa como a niños poco razonables; averigua luego con cariñoso interés el motivo de la reyerta; con su desengañada experiencia trata de tranquilizar y sostener al colérico y muy débil Edipo, que derrama en ella todas sus penas y aprensiones. En verdad, ninguna exaltación trágica transfigura esta afectuosa confidencia conyugal; su sosegado realismo contrasta con el sombrío ambiente de la tragedia. Realismo, claro está, no porque en Yocasta retrate Sófocles las esposas atenienses, sino porque retrata “cómo debe ser” la esposa; la esposa “como es”, es sin duda la euripidea Deyanira. El respeto de Edipo por ella es, dice, superior al que siente por los ancianos del coro; el deseo maternal de ella, de hacerle desistir de su zozobra y su búsqueda, no es menos evidente. Pero esta pareja de perfecta unión conyugal es la unión infame de madre e hijo; la esposa perfecta es la madre. Consumada la tragedia, la amargura que aflige a Edipo es el destino de sus hijas y, también lo dice explícitamente, no el de sus hijos. Edipo justifica ante sus interlocutores (y ante su conciencia) esta predilección, por el desamparo en que como mujeres se verán Antígona e Ismena —aunque no parece menor el perjuicio que de su horrible nacimiento se siga a los varones.
Por lo demás, idénticas desconcertantes insinuaciones se encuentran en otras tragedias. En el Edipo en Colono, muy posterior, las hijas no aparecen en la situación que el héroe indica aquí, pero siguen a su lado, y para ellas es todo ternura, como para los hijos todo inexorable maldición. Análogas reflexiones sugiere la Antígona, extrañamante apasionada por su hermano y desapasionada por su prometido. Cuando Antígona decide arriesgar la vida por el hermano, no recuerda siquiera a Hemón, y en cambio proclama su “santo delito” en palabras singularmente ambiguas: “amada yaceré con él, con mi amado”. En su último discurso, afirma que no habría hecho igual sacrificio por hijos ni por marido, y se apresura a agregar sus muy honorables razones. Estéticamente el trozo no tiene nada de satisfactorio. Goethe  deseaba que un buen filólogo demostrara su autenticidad, y los filólogos se han empeñado en complacerle. Pero hay pocos pasajes de la literatura griega menos discutibles textualmente: Aristóteles lo cita con expresa aprobación de su raciocinio (Retórica, I4I7a), y coincide con el contenido de la anécdota de la mujer de Intafrenes, narrada por Heródoto, III, II9, amigo de Sófocles. La justificación es folklórica y persiste en nuestros días, quizá por lo paradójico de poner sobre todos los amores el único amor no fisiológico, y como sobrevivencia del matriarcado en que el hermano mayor de la madre, y no el marido, era el jefe de la familia. Por su estructura corresponde exactamente al citado pasaje de Edipo rey en que el héroe explica la preferencia por sus hijas: Antígona proclama su exaltado amor al hermano, y luego añade una laboriosa justificación intelectual que, por contraste, resulta muy fría. ¿Baja estética del poeta o deliberada insinuación de que, después de su exabrupto la osada heroína vuelve sobre sus pasos y ansiosamente explica su amor por el hermano? Yo no creo que sea aventurado suponerlo, ya que en la misma Antígona, vs. 74-76, hay otro ejemplo idéntico después del verso “amada yaceré con él, con mi amado”. Contra la observación de Goethe, el arte del poeta antiguo se revela el más profundo.
Con única franqueza Sófocles ha presentado los toques morbosos que integran el carácter del hombre normal, pero ninguna de sus obras es morbosa, como lo es, por ejemplo, la trilogía de O’Neill, Mourning Becomes Electra. El contraste entre esta versión moderna de la Orestía y elEdipo rey es instructivo en más de un sentido. Pues se produce la paradoja de que en la obra del dramaturgo moderno, empapado de psicología freudiana, los personajes proclaman a gritos en el tablado, con implacable análisis intelectualista, todos los impulsos oscuros que, según Freud, no afloran a la conciencia del hombre normal. El dramaturgo realista del psicoanálisis es en verdad el antiguo y no el moderno; los personajes del antiguo no expresan de palabra, sino por sus actos y actitudes, los impulsos que los agitan en lo hondo o, si fugitivamente les dan expresión, retroceden a fundarlos en razones normales aceptables, como en los casos señalados. Exactamente como los hombres y mujeres cuerdos, mientras los personajes de O’Neill que expresan su inconsciente con claridad meridiana no están tomados de la realidad diaria sino de la clínica neuropática.




 3.      ¿Qué era Edipo antes de que los poetas del ciclo épico organizaran su historia y los trágicos atenienses la fijaran definitivamente? Era un “espíritu de vegetación”, un “daimon del año”, de esos que todas las primaveras mueren de muerte infame, de esos en que el pensamiento primitivo, no dado a individualización intelectualista, reunió su reverencia al antepasado muerto y su deseo de valerse de su poder sobrenatural para asegurar su vida en la naturaleza, su bienestar. De sus orígenes como antepasado divinizado, conserva el daimon del año la asociación con la serpiente que en tantas diversas latitudes y culturas representa al muerto, ya como atributo (Hermes, Asclepio), ya como parte de su ser: así el biforme Cécrope, de cuerpo humano y cola de serpiente; y esa figuración es todavía perceptible en el nombre del médico y mago Melampo (“pie negro”) y en el del rey pecador y salvador Edipo (“pie hinchado”), el cual conduce al griego, dado su característico intelectualismo, a forjar un nuevo detalle en la leyenda para explicárselo con claridad. Edipo es, míticamente, pues, una de esas criaturas de naturaleza contradictoria, impura y purificadora, cuyo esplendor y caída celebra la tragedia ática. A diferencia de otros dáimones—Dioniso, Heracles—, está totalmente humanizado, y convertido en un tipo humano universal de contenido infinito. También en este sentido vale la pena contrastar el realismo de Sófocles con el esquematismo de O’Neill. Mourning Becomes Electra es la tragedia de la casa de Atreo reducida exclusivamente a su conflicto sexual. En la tragedia de Sófocles, la violación del tabú sexual constituye, como el “complejo de Edipo” en el hombre normal, uno de sus elementos y no toda su vida psíquica. Cuando invade toda la vida psíquica es un caso patológico, y no pertenece a la esencia universal del hombre.
Como ya se ha dicho, el crimen de Edipo se agranda hasta lo monstruoso sólo al proyectarse en el terreno social. Frente a la rebeldía de la Mirra de Ovidio (Metamorfosis, X, 323 y sigs.), que subraya apasionadamente la inexistencia objetiva de la prohibición social, el acatamiento de Edipo, más profundo, es simbólico de la irrefutable realidad de las convenciones elaboradas por la cultura humana, con las cuales el hombre se ha redoblado la hostilidad de la naturaleza. Además de la piedad y terror (para hablar en términos aristotélicos) que excita Edipo por la especial naturaleza del delito que comete, conmueve más aún la horrible inseguridad de su destino, la ignorancia de su verdadero ser, que Sófocles simboliza magistralmente en su vista y su ceguera. Edipo, generoso, altivo, prendado de la verdad, ha cometido el mayor delito y vive a ciegas en él hasta que el profeta ciego se lo revela: cuando llega la prueba palpable de su condición, él mismo será quien se arranque los ojos, con los que el hombre no penetra su verdad, ciego entre las fuerzas del azar que le empujan: la culpa de Layo, la cólera de Febo, el oráculo desobedecido...Edipo, “ciego entre enemigos”, no es menos simbólico del hombre que el Edipo del psicoanálisis.
A diferencia de casi todos lo héroes trágicos, Edipo no hace nada en este drama (lo que implica una esencial contradicción: Edipo rey, obra maestra del teatro griego, es también la obra más alejada de sus orígenes rituales); lo hecho está todo cometido en el pasado; la tragedia, mucho más honda, está en que Edipo tendrá que reconocer sus lejanos hechos, salir de su engaño, y situarlos dentro de las normas de la sociedad humana. Tampoco Prometeo “hace” nada, pero la enorme diferencia con Sófocles consiste en que Prometeo no padece sino injusta fortuna externa; está persuadido más firmemente que nunca que ha obrado bien; el castigo mezquino de Zeus le agranda a sus propios ojos: no hay tragedia íntima. Edipo, al reconocerse, tiene que condenar toda su vida, y aún reconocer la razón de sus pequeños opositores, de un Creonte, de un Tiresias. El derrumbe total del rey tan gloriosamente invocado al comienzo —la prueba de la fragilidad de las fortunas humanas— se ha venido preparando fatalmente, con cada pensamiento de Edipo, con cada acto suyo. El primer hecho suyo que lo ha desencadenado es el haber nacido, ya que en el mito el oráculo prohibía a Layo tener hijos, y también en el sentido universal de la queja de Segismundo. El pesimismo extremo del poeta es bien conocido; en el Coro en que se ha creído oír más distinta su voz misma, lamenta con rara amargura, frente a la muerte “auxiliadora, igualadora”, los males de la vejez y, parafraseando un viejo sentir popular, afirma que la primera felicidad es no haber nacido y la segunda morir cuanto antes. Este pesimismo es el que infunde nuevo sentido a la prohibición del oráculo; ya sabemos que Sófocles no da importancia a la motivación anterior a Edipo mismo; su “culpa”, tan cruelmente expiada, es que no debía nacer y nació; desde entonces todo cuanto hace le lleva sin desviación al desastre. Toda tragedia digna de tal nombre posee rico simbolismo; pero el Edipo, más que ninguna otra, parece reflejar muchas facetas esenciales del destino humano. Aristóteles da el argumento del Edipo como ejemplo del que sin actualizarse en la escena infunde horror y piedad (Poética,I453b), después de haber señalado como función de la tragedia la purgación de esos afectos (I449b), lo que equivale a considerarlo como modelo de la creación trágica, ya que reconoce (y no sólo en sentido freudiano) lo perfecto y completo. Si para el racionalismo del Renacimiento, la cura del temor y la piedad por un espectáculo de terror y piedad, de que habla Aristóteles (que venía de casta de médicos), era tan inconcebible expediente que Bernardo Segni, en su traducción de la Poética, Florencia, I549, pág. 198, confiaba en asistir algún día a una hermosa tragedia, a fin de experimentar sus efectos, para el hombre del siglo XX, ducho en bucear más allá de lo consciente, es tan obvia que halla su mejor comentario  —el mejor comentario de la fuerza trágica del Edipo rey— en las páginas en que el primer poeta filósofo del siglo XX, sin nombrar a Aristóteles ni a Sófocles, expone la realidad profunda revelada en la escena trágica, “todo un mundo confuso de cosas vagas que habrían querido ser y que, por fortuna para nosotros, no han sido”: ésa es, en primer término, la emoción ante el Edipo rey.

4.  Ese efecto del Edipo, ejemplifica otra vez Aristóteles (I462b), se cumple en la mayor concentración formal. También en este sentido —perfección de la trama— el Edipo es la cumbre de la tragedia griega y, a la vez, marca el mayor alejamiento de sus orígenes rituales. El esquema primitivo de la tragedia se reducía al comentario lírico – narrativo (lírico por parte del Coro, narrativo por parte del actor) de los pasos del ritual; en el Edipo, la narración lineal del héroe y la responsión lírica del Coro han desaparecido para dar lugar a una composición unitaria y cerrada. Lo perfecto de su arquitectura no es un molde impuesto al tema, antes es su reflejo, porque el conflicto mismo delEdipo presenta la oposición de compuestos en la unidad que caracteriza elementalmente todo el arte sofocleo. La unidad se le divide en un contraste inconciliable, la variedad múltiple se le plantea en esa unidad dual. El radical dualismo que está en la esencia del culto del daimon anual —viejo y nuevo, odiado y amado, perseguido y triunfante, muerto y resucitado— encarna para Sófocles el dualismo íntimo e irreducible que él ha percibido en todos sus problemas trágicos. Todas sus composiciones, y entre todas ésta, la más perfecta, están concebidas bajo la fórmula de la unidad que para el hombre es oposición insoluble: el contraste, el oxymoron, la ironía están aquí en cada personaje, en cada paso del argumento y en el argumento todo: ignorancia – conocimiento, realidad —ilusión, grandeza— miseria, el sabio que resuelve el enigma de la esfinge ignora su propio ser, el parricida se propone vengar a Layo “como si fuera su padre”, el contaminador de Tebas es su celoso protector. Muchos mitos trágicos han desdoblado intelectualísticamente la unidad mística del viejo y nuevo daimon, ante todo el mito de Las bacantes, con su Dioniso y su Penteo; Sófocles ha conservado la primera unidad dentro de un mismo héroe trágico. Esta rica y fecunda unidad se refleja en la trama escénica que no dramatiza en abstracto —como probablemente hizo Esquilo— el funcionamiento de la maldición que pesaba sobre Layo y su linaje: Edipo el hombre, un solo hombre, es el héroe de Sófocles. El drama procede en forma cerrada. Con maestría exquisita cada pequeño hecho impulsa con forzoso encadenamiento al resultado; las escenas de mayor “teatralismo”, de más sabio trazado de caracteres, son también las que imprimen decisivo rumbo a la acción. La acción, amplia y lenta al comienzo, acelerada al final (hasta que se retira Creonte, v. 677), recuerda la técnica del cuento popular, como también es típica del cuento popular la forma circular: la maldición recae en quien la pronuncia, las profecías se cumplen fatalmente, lo cual no arguye fe ciega en oráculos y agorerías de parte del poeta, como se suele inferir: el Edipo escrito para la mayor gloria del oráculo de Delfos es cosa tan fuera de razón como el Macbeth compuesto para prestigio de las brujas de Escocia. Lo que podría enseñar el drama es que en las enmarañadas peripecias de una vida entera —como insinúan los últimos versos de Coro— el poeta percibe un diseño, sin sentido mientras se ejecuta, claro al cerrarse el último día, diseño que sugiere la presencia de una fuerza no humana que la hubiera ordenado previa y no caritativamente.
Más que con el cuento popular es de regla la comparación del Edipo por su trama formal con la moderna novela de policía, como sugieren la extrema economía y perfección lógica de todos los pasos del argumento que llevan al desenlace. La diferencia que hace sentir paradójica la comparación, aún sólo en cuanto al argumento, es que en la novela policial el “crimen” está urdido a sabiendas por otro hombre, y el detective, generalmente ajeno a los móviles de los personajes, lo rastrea con desinterés intelectual, en el plano del acertijo, del problema de ajedrez o de álgebra. Aquí no hay construcción deliberada del “misterio” ; el misterio es lo dado por la vida, resultado de factores que rebasan al individuo que lo padece y que, sin proponérselo y muy en su daño, lo rastrea, no por puro placer intelectual, sino vitalmente interesado en el bien de los suyos. La diferencia primordial que anula todo el paralelo es que en Sófocles el criminal es a la vez el policía, y cada impulso noble le acerca al reconocimiento que es su ruina.

Pues el contacto que ha sugerido la comparación con la novela policial es que, en efecto, el argumento de una y otra culminan en un reconocimiento (o, para emplear el término de la Poética, en una anagnórisis), al cual tienden rigurosamente todos los pormenores en una y otra creación literaria, y es responsable de la creación de la trama. La diferencia (si hay que explicarlo) entre Sófocles y Sir Arthur Conan Doyle en este punto no pertenece a la categoría de sustancia sino a la de calidad. La novela moderna no va más allá de la simple identificación intelectual. Aristóteles nos sorprende dando a la anagnórisis una importancia esencial entre los elementos de la tragedia: no es para él mero incidente (peripecia), sino punto crucial. Circunstancias fortuitas han intentado dar validez universal al análisis de Aristóteles, basado en la experiencia literaria acumulada hasta el siglo IV. Mirado bajo esa falsísima specie aeternitatis, nada más desconcertante que el esencialismo de la anagnórisis, que no sólo es esencial en el drama moderno, sino que tampoco parece serlo, por lo menos en forma manifiesta, en buena proporción del antiguo. No es, pues, esencial, pero es eminentemente patética (Poética, I45oa), y lo sería sin duda para el espectador antiguo; para él, la familiaridad con la religión de los misterios mantendría viva la importancia ritual del reconocimiento del dios, que precede inmediatamente a la epifanía. También en su concepción de la anagnórisis Sófocles toca la perfección de arte griego y a la vez el mayor alejamiento del ritual originario. El reconocimiento, más o menos episódico en Las coéforas y en la Ifigenía en Táuride, se sitúa aquí en el centro del drama que, como ya se ha visto, es conflicto no de hacer sino de reconocer lo hecho, y de ella depende la catástrofe (en sentido moderno) de la tragedia, vinculación orgánica que no pasa inadvertida ante Aristóteles (I452a). Sófocles marca el mayor alejamiento del origen ritual del drama en cuanto la humanización de este punto del drama es completa; la humanización no es externa como en Las coéforas o en el Ión, donde los personajes pierden cada vez más la estatura divina y su identidad queda establecida por dijes, joyas, ropas, rizos, descendientes todos de la cicatriz de Odiseo y antepasados de las joyas infantiles que con matemática precisión funcionan en la comedia de Menandro. No son éstas las anagnórisis que más satisfacen al crítico: “la mejor anagnórisis de todas es la que proviene de los hechos mismos, la sorpresa resulta de incidentes probables...Semejantes anagnórisis son las únicas que se cumplen sin señales ni collares” (I455a). De tales reconocimientos “sin señales ni collares” el ejemplo por excelencia es el  Edipo rey. Pero hay más: no sólo Sófocles prescinde de señales y collares sino que con audacia innovadora concibe en su acostumbrado planteo de unidad dualística la oposición entre descubridor y descubierto. No son los fieles quienes descubren al dios; Sófocles ha humanizado socráticamente el viejo rito: es el hombre quien descubre al hombre; más aún, es el hombre quien se descubre a sí mismo, Edipo que reconoce su verdadero y pecaminoso ser; es—diría el lector moderno, prolongando la línea del pensamiento sofocleo— la conciencia que se asoma a la revelación de la subconciencia. Aquel conflicto entre dios y hombres, más tarde entre distintos hombres, se le plantea a Sófocles dentro de una misma alma, interiorizado, concentrado al máximo, siempre en trágico e insalvable oxymoron: en la búsqueda policial de Edipo, lo más trágico está en que el detective febrilmente interesado en desenmascarar al villano es el propio villano. No podemos regatear a esta maravillosa anagnórisis los términos del elogio de Aristóteles: “sorprendente y natural” —como la vida misma.



2 comentarios:

  1. http://www.dailymotion.com/video/x7gwwa_dans-la-tete_creation

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Muy bueno,Fernando,dejo otra dirección donde se puede ver este material que aportaste:

      http://www.youtube.com/watch?feature=player_detailpage&v=gqgAw4tJqqc

      Eliminar

COMUNICATE ESCRIBIENDO aquí